lunes, 10 de abril de 2017

El Mar de tus Ojos

El Mar de tus Ojos.

Cuando abrí los ojos extrañamente no tuve la sensación de desorientación común en esos casos. Por el contrario,  opuesto a la costumbre de pretender percatarme del mundo que me rodea, esa ocasión atendí primeramente mis percepciones, mis sentidos y estos indicaban paz, seguridad y confort... Algo inaudito o prácticamente desconocido pues difícilmente convergen las tres en mi persona o existencia.
Ese fue en preámbulo, inmediatamente fue incrementando la sensación de bienestar, como un ligero calor que va invadiendo el cuerpo lenta, pausadamente pero sin detenerse, hasta derivarse hacia algo más parecido al júbilo, a una extraña alegría pero combinado con un tanto de desconcierto por no saber la fuente, razón o causa de ese estado.
Al momento, me percaté de los latidos de un corazón amenazando con desbordarse, provocando un creciente y ensordecedor golpeteo en los oídos. Mi rauda perspicacia me indicó se trataba de mi bomba cardíaca y ésta corría peligro de colapsarse, razón por la que debía urgentemente tomar control para evitar quedar fuera de los dominios de la Mátrix. Recordando esos anuncios de gente bonita enfundados en invariables vestiduras blancas como leche reconstituida, me di a la tarea inmediata de repetir como si se tratase de un ritual mágico los pasos de la aspiración y expiración de aire combinado con un dormilante aaaauuuuummmmm).
Pero la respiración no conseguía grandes resultados a pesar de no percibir que estuviese en un estado de ansiedad específico. Tuve reacción entonces de inclinarme sobre la otra técnica ancestral aprendida en la literatura propia del barrio y vino a mi cabeza por supuesto la imagen serena y paciente del maestro de las artes marciales y ocultismo de oriente, el gran Kalimán y sus sabias palabras, las cuales surtieron efecto inmediato sobre mi cual jalón de bridas a caballo desbocado. Solo hubo de recordar la frase:
-       “Quien domina la mente, lo domina todo”
Como por arte de magia o designio divino, cesaron las desesperantes palpitaciones en mis oídos y retornaba esa sensación placentera inicial pero con mayor claridad en la percepción. Fue entonces que la consciencia comenzó a hacerse presente, ya que adquirí noción de tener los ojos abiertos, pues aunque así había sido en los instantes previos, no me percataba de la luz ni los colores,  de nada.

El primer color que percibí, fue un azul intenso, prístino, como si ese azul describiera todos los azules de los cielos que hablan esas añejas historias de princesas cautivas y avisos caballeros que las rescatan. Pareciera que ese color tenía ocupado todo el campo visual , como si los ojos solo tuvieran capacidad de mirar la bóveda celeste; percatándome sin reflexionar sobre el punto, noté la ausencia total de cualquier rastro de nube, nada, ni el más mínimo cúmulo, menos aún la estela de cirros, con lo cual la bóveda adquiría un carácter de profundidad inmensa.

Esa noción conectó de inmediato con todos los sentidos restantes: pude percibir una suave brisa que como tibio halo envolvió todo mi cuerpo que de esa manera logré contactar con él, pues no había tenido noción de mis piernas, brazos o la espalda.

No causó sorpresa saberme acostado boca arriba, de hecho eso daba sentido al porqué solo conseguía ver el cielo. Un suave aroma de azahares cítricos, de naranjos en flor completó el cuadro que se formaba en mi cabeza por lo que de inmediato pensé estar cercano a algún huerto o sembradío. No había sorpresas ni sobresaltos, solo la certeza del gozo continuo, de una naturalidad asombrosa ya que, repito, no había experimentado jamás.
La lucidez del momento atrajo la formulación de las primeras incógnitas de una mente acostumbrada a la ubicación espacio temporal… ¿Qué me había llevado a ese sitio y cómo llegué a él? ¿Por qué estaba postrado mirando la bóveda? Tras de esta reacción llega de igual forma la aprensión de saber mi paradero. En ese instante es que hago por incorporarme lo cual hago con lentitud, como si desconociera el movimiento que practicamos todos a lo largo de nuestras existencias.
Apoyando una mano sobre la superficie donde reposaba, me incorporo sin perder de vista la bóveda que parecía inmutable. Logro quedar sentado  sin dejar de apoyarme en mis manos mientras oteo nuevamente hacia el horizonte solo para descubrir que en la lejanía el azul celeste rompía el plano contra otra fase,  pues dejaba la apariencia vaporosa del éter para contrastar con una reflejante superficie acuosa, como un enorme espejo que en esa lejanía distorsionaba el tono del cielo pero al aguzar la mirada y recorrer la atención hacia mi posición, el azul tornaba hacia el turquesa en la medianía de la vista, convirtiéndose en una tonalidad clara de jade, pero matizada con otro color que parecía ocultarse detrás de esos tonos verdosos. Ciertos destellos de luz no permitían determinar qué color era el que pareciera jugar al escondite, pues entre más atención prestara, más se escondía; en cambio, si dejaba de mirar aparecía en la comisura de los ojos, como esos niños provocadores que en cuanto voltea  uno la vista hacia ellos, pegan la carrera en medio de risas triunfantes por que no los atrapas.
Cuando dejé de esforzarme por determinar y me avoqué nuevamente a las sensaciones,  para ese instante todo parecía adquirir un brillo especial, mucho más luminoso y diáfano. Miré hacia el horizonte nuevamente y con toda nitidez distinguí cómo de manera alternada se mostraban franjas irregulares pero armoniosas, como  siluetas lenticulares alargadas en diversas tonalidades de jade como anteriormente percibí, pero esta vez acompañadas de una gama de tonos de siena, por momentos dorados, por momentos café traslúcido.
Instintivamente me incorporé sobre mis piernas, solo para descubrir que todo ese tiempo lo había pasado sobre la cubierta de una barcaza, toda de madera, toda pulida con esmero y pulcritud. No tenía detalles extraordinarios salvo que pareciera como si jamás hubiese tenido mácula alguna a pesar de la apariencia añosa, ancestral de los maderos con que fue elaborada. Recorrí sin prisa los perfiles y las aristas, la forma en general. Se trataba de una barcaza pequeña, propia para los paseos cortos a la mar, pues contaba con un pequeño mástil y una vela recogida, dispuesta a desplegarse en cualquier instante que desease aprovechar la permanente brisa.
Con la curiosidad propia de los infantes me dirigía a la proa para mirar cómo golpearían las aguas el casco de la embarcación en caso de que se estuviera moviendo, pero corté el movimiento al percatarme que el espejo luminoso reflejante no era producto de una superficie acuosa marina como había supuesto, sino se trataba de algo muy distinto. No había las perturbaciones propias de las ondulaciones que se forma en las aguas de los mares y que generan los incesantes destellos, no las había a pesar de la presencia de la brisa que daba el toque refrescante. Al mirar con atención descubrí que la barcaza flotaba sobre una delgada capa de líquido que no lograda determinar si efectivamente era agua, pues aunque traslúcido tenía apariencia viscosa, de ahí probablemente que no lograra ver las ondulaciones.
Habría sido el júbilo probablemente, el que invadía mis emociones que me hizo perder cualquier asomo de miedo o duda que habría interpuesto en cualquier otro momento, pero en ese instante no cabía la menor vacilación, así que sin pensarlo dos veces, de un salto libré la borda para caer erguido sobre mis piernas en la aparente viscosa superficie. No había reparado hasta ese instante que no portaba calzado alguno, en caso de haber sido una superficie rocosa o coralina habría pasado un mal rato. Sin embargo, gracias a la desnudez de mis pies, pude apreciar la tersura de la superficie debajo del líquido cristalino. Tersa y suave era  la sensación, que combinada con el contacto del líquido incrementaba la percepción lubricante que se antojaría como un riesgo alto de resbalar con suma facilidad. Pese a ello, jamás se tuvo sensación de perder la vertical. La superficie también gozaba de una calidez  energética que se crecía a cada instante.
Ahí fue cuando simplemente me dejé llevar por los impulsos que dictaminaran mis emociones. Embargado y embriagado de una mezcla inverosímil de bienestar, confort, calidez, paz, alegría, gozo, júbilo… todos ellos sin una razón clara pero presentes para hacer el momento más extasiante de mi existencia… simplemente levanté mis brazos y mis piernas se empezaron a mover al compás de unas notas presentes en mi pensamiento pero que parecían materializarse en ondas sonoras presentes en todo el espacio, como si una gran orquesta omnipresente y excelsa la tocara solo para desbordar más aún mi éxtasis… y bailé!
Mis pies fueron uno solo con el resto de mi cuerpo, armonía total en movimientos fascinantes, ligereza total, giros, saltos, deslizadas y derrapes como si se tratara de patinaje en hielo, pues giré a la velocidad de un torbellino y paré los movimientos siempre de forma grácil, elegante, cual Fred Astaire ejecutando lo más aplaudido de su repertorio.
En medio de los giros, las vueltas no noté cuando mis pies dejaron de tener contacto con la peculiar superficie. Un éxtasis de ensueño me invadía ante lo cual todo lo demás perdía valor y sentido, la única razón válida en ese momento era la percepción de la emoción, la razón del ser.
Giro tras giro fui cobrando altura, giro tras giro el gozo incrementaba.
El tiempo dejó de ser factor, la barca era un pequeño punto la última vez que miré hacia abajo, última vez cuando percibí que todo esto había sucedido sobre una imagen de tus pupilas,
última vez cuando entendí que me incorporaba al éter de la bóveda sobre mis ojos cuando desperté,

última vez cuando recordé con toda claridad el haberte dicho que cuando mi existencia llegara a su fin, querría hacerlo perdido en el mar de tus ojos… y así fue. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario